El sistema político-electoral mexicano está diseñado para evitar que las fuerzas opositoras reales asuman la titularidad del gobierno del Estado de México, pues de esta entidad emana la fuente del poder económico, empresarial, político e incluso espiritual que le da sustento. Esto garantiza, de entrada, el manejo casi discrecional más de 260 mil millones de pesos de presupuesto.
Perder la entidad mexiquense significaría el fin del binomio política-negocios iniciada por Isidro Fabela Alfaro en 1942, perfeccionado por Carlos Hank González y llevado a sus excesos más grotescos por Montiel, Peña y Eruviel. En su conjunto representa un modelo de “hacer política”, que se apropia del patrimonio público para uso personal y utiliza a las instituciones para garantizar la reproducción de sus inversiones, privatizando las ganancias y socializando las pérdidas.
Para evitar cualquier riesgo contra su voracidad, han construido un complejo modelo electoral que transforma minorías electorales en mayorías gubernamentales, que sólo en el imaginario representan a la mayoría de la sociedad, por ejemplo en 1999, cuando Arturo Montiel asumió la gubernatura con un monumental fraude electoral que le llevó a comprar diputados panistas para tener el control del Congreso local, sólo el 10.8 por ciento de la población total lo respaldó en las urnas, pasando a la historia como el gobernador con la menor base social y mayor rechazo electoral.
De asumir Alfredo del Mazo Maza la gubernatura mexiquense, lo hará con el apoyo del 11.8 por ciento de la población total, pues de los 17 millones 363 mil 387 mexiquenses que según Conapo, vivimos actualmente en la entidad, sólo 2 millones votaron por él, es decir gobernará como todos sus predecesores, con una minoría.
No importan los presupuestos millonarios asignados desde el Estado para salvaguardar la democracia mexiquense, los 2 mil 228 millones de pesos destinados al Instituto Electoral del Estado de México o los 149 millones 80 mil 700 pesos al Tribunal Electoral del Estado de México, el problema no es presupuestal, sino estructural.
El sistema electoral actual asegura que sólo triunfen los candidatos que le garanticen la subsistencia del modelo, es decir, las elecciones sólo son la puerta de entrada para mantener el status quo o que las cosas no cambien, es impermeable a las transformaciones internas y externas y de sus características por excelencia es que el modelo no es democrático, sino profundamente autoritario.
La exigencia nacional de varios sectores “progresistas” frente a su complicidad disfrazada de incompetencia institucional, de que renuncien los Consejeros del Instituto Nacional Electoral y los Consejeros del IEEM, no acabará con el problema, ya que la defectuosa democracia procedimental sólo es un síntoma del profundo cáncer que padece nuestro país y actualmente está haciendo metástasis, infectando a todos los demás integrantes del Estado mexicano.
Para extirparlo, será necesaria una intervención mayor que arranque de raíz los intereses mafiosos convertidos en gobiernos constitucionales, que inicie una cruzada en contra de la corrupción de las instituciones gubernamentales y castigue de manera ejemplar a quienes se han enriquecido robando los recursos públicos. Será necesario enjuiciar y encarcelar a políticos corruptos, decomisar sus bienes y reconstruir el tejido social que durante décadas se encargaron de aniquilar para facilitar el saqueo.
Para algunos intelectuales como Edgardo Buscaglia, la primera gran transformación para iniciar nuestra recuperación es la reforma electoral con tres tipos de controles o, como él le llama, auditorías patrimoniales, ciudadanas y de Estado, aplicadas desde las candidaturas; su lógica resulta interesante, pues asegura que no se puede esperar de un sistema electoral diseñado por las mafias, reformas judiciales en contra de ellas. Propone además que los consejeros integrantes del INE sean resultado de asambleas ciudadanas y no elegidos por los partidos o por el Estado.
A diferencia de Buscaglia, por quien siento gran admiración, cada vez estoy más convencido de que la transformación de nuestro país no vendrá de un sistema político-electoral reformado, atemperado por las estructuras partidarias actuales que se benefician de manera directa por acceder a su financiamiento, sino de una irrupción social, un levantamiento ciudadano que no permita ser conducido por los partidos actuales, sino por el contrario, que sean los partidos sólo instrumentos para la manifestación social mayoritaria.
Así se evitará lo que sucedió en el Estado de México el pasado 4 de junio del 2017, cuando la población votó mayoritariamente en contra del PRI y su candidato, pero la falta de talento, inteligencia política o estrategia electoral hicieron que una minoría, con el menor porcentaje de votación, una sola familia mantenga el control del gobierno por casi 100 años.